


Entre la silenciosa conmoción del auditorio, el individuo de la puerta descendió hacia el estrado –se llamaba Juan Ruiz, “Juanito”.
-Fue a las 14:20 horas, hora de México, hace menos de una hora –dijo a Vasconcelos-. Pero los periódicos aquí en los Estados Unidos ya tienen el nombre y la historia completa del acusado, un católico llamado León Toral, buenas tardes a todos –les sonrió y se levantó el sombrero-. Sin embargo, mi querido maestro Don José Vasconcelos, en México ni siquiera han iniciado las averiguaciones. Alguien está haciendo esto para culpar a la Iglesia Católica.
Vasconcelos miró hacia abajo.
1882-1959
El salón de conferencias estaba en el campus de la Universidad de Stanford, y el conferencista era el joven de 46 años José Vasconcelos, ex secretario de Educación Pública del ex presidente y general Álvaro Obregón.
El jovial y carismático hombre de bigotes mexicanos leyó lentamente el gigantesco encabezado y miró al sujeto de la puerta.
-¿Asesinado?
-¿El Licenciado Vasconcelos quiere ser presidente? ¿Qué le parece a usted esto, señora?
Antonieta Rivas Mercado vio la foto del hombre en el periódico y respiró profundo. Le pareció bastante atractivo y más aún por su aproximación “bravucona”. En verdad le gustaba desde hacía mucho tiempo. Suavemente lo acarició con la uña por en medio de los ojos y la nariz, pero notó algo que no encajaba en todo esto. “¿Por qué parece triste?”, les preguntó a las mucamas.

Se acercó uno de los uniformados y abrió la puerta donde estaba sentado José Vasconcelos. Lo tomó del brazo y lo sacó violentamente del vehículo.
-¿¡Qué pasa!? –preguntó Vasconcelos. Se le acercaron ocho soldados y comenzaron a palparle el cuerpo con las manos y con sus macanas.
-¿Es usted el ciudadano licenciado José Vasconcelos Calderón?
-Sí, soy yo. ¿Qué ocurre?
Los ocho soldados se le formaron en frente a Vasconcelos y se le cuadraron: lo saludaron llevándose los filos de las manos a las frentes. El principal le gritó:
-¡Señor candidato Vasconcelos: el gobernador Fausto Topete le comunica a usted que a partir de este instante usted contará con la protección y el apoyo del Estado de Sonora para avanzar hacia la capital del país!
-Señoritas, déjenme decirles algo: las mujeres tienen la organización como instinto. Si uno realmente quiere que algo se haga, hay que ponerlo en las manos de una mujer. La mujer nunca falla.
-Licenciado, ¿es cierto que usted va a cambiar la Constitución para que las mujeres también podamos votar?
-No sólo eso –le sonrió Vasconcelos y la tomó por los dedos de las manos-: en un país de “machos” como este yo me levanto como el primer anti-machista.
Pero cuando entraron José Vasconcelos y su gente, la habitación del Hotel Cananea ya estaba destruida.
En la estación de trenes de Guadalajara había una multitud de mujeres, niños y hombres esperando a Vasconcelos con letreros que decían “ESPERANZA Y GRANDEZA. ESTA ES LA HORA DEL DESTINO”.
Entró una formación de soldados y se partió en cuatro columnas que penetraron la multitud y la partieron en pedazos cuando erizaron sus armas.
Se abrió la puerta del vagón y a Vasconcelos lo deslumbró la luz de la nave. Detrás de él estaba el ingeniero Federico Méndez Rivas retorciéndose el bigote, y junto a él estaban Juanito Ruiz y el gigantesco Pedro Salazar Félix.
El ingeniero Méndez Rivas le susurró a Vasconcelos:
-Esta es la bienvenida más deprimente hasta el momento, ¿no le parece, Licenciado?
Observaron a la gente cubierta en sangre, a las mujeres con caras de pesadilla, a los soldados empalidecidos mirando hacia abajo, a los francotiradores con las metralletas apuntándoles desde las esquinas de la Central.
Vasconcelos tragó saliva y miró hacia la multitud.
Juanito le murmuró:
-Licenciado, tenemos cinco segundos para descubrir si nos van a matar. Cinco, cuatro, tres, dos, uno –y cerró los ojos. Los abrió y sonrió-. Bueno, tenemos un día más en este triste planeta.
Vasconcelos volteó hacia atrás. El enorme Pedro Salazar Félix, con las enormes mandíbulas prensadas, lo miró desde lo alto y le dijo:
-Licenciado, déjeme ponerme delante de usted para cacharle los disparos –y suavemente lo jaló hacia dentro del vagón, pero Vasconcelos lo resistió y le apartó el brazo-.
-No, Pedro. Si un disparo va a caer esta noche, el único que debe recibirlo soy yo.
-¡México! ¡Tu corazón, tus tierras y tu sangre engendraron a mi madre! ¡Y mi madre creyó siempre en tu promesa! ¡México! ¡Estoy aquí para cumplir esa promesa! ¡México: te prometo aquí esta noche que llevaremos tu nombre hacia la cumbre donde están las potencias que reinan sobre el mundo! ¡Y una vez ahí aferraremos las riendas y conduciremos a los tiranos a deponer sus armas y a ceder a todas las naciones el control mancomunado de la Tierra, en la nueva era, la era de la paz!
¡Soldados! ¡Llevemos a México a la gloria y a la grandeza! –y los miró- Esa promesa –e indicó “pequeño” con los dedos-, esa pequeña flama de esperanza que nunca se apaga ha estado esperando oculta y en silencio, desde el principio de los tiempos, en el interior oscuro de las ruinas secretas de nuestro México, la llegada final de este momento –y alzó los brazos.
¡Mexicanos, estamos aquí vivos! ¡Nos tocó vivir en este instante del tiempo!
¡México, levántate!
¡México, este es el momento de despertar!
¡Este es el momento de unificarnos
con todos y cambiar todas las cosas!
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